Partimos muy temprano, las luces del sol nos alcanzaron casi llegando a nuestro destino, un pueblo junto a una ciudadela inca cuyas edificaciones se alzan formidables hacia lo más alto del cerro. Ayer estuvimos aquí, me dije-; recuerdo que me contagie de la fascinación colectiva que surgió luego de encontrarnos con enormes andenes perfectamente construidos, con muros rectilíneos, simétricos, como si hubiesen sido calcados de un dibujo hecho con regla y lápiz. Mientras caminaba por el recinto, trataba de imaginar a los hombres que edificaron estas enormes estructuras. Destaca la maestría con que ejecutaron su trabajo, no sólo son muros rectos, altos y perfectamente dispuestos, son también áreas de cultivo, es decir, fueron planificados para que contengan tierra fértil, fluya agua para irrigar los sembríos; todos estaban dispuestos hacia el sol de la mañana.
No era la primera vez que visitaba Cusco, pero era la primera vez que iba a la tierra de los incas, su valle, sus edificaciones, su misterio. Nuestro recorrido se inició con la visita a Sacsayhuaman, una fortaleza, un santuario dicen; sea lo que fuera, desde lejos, lo percibes como si estuviera construida por pequeñas piedras apiladas que tratan de encerrar una montaña; sin embargo, cuando estás a unos pasos, te estremeces al notar el tamaño de esas piedras y los detalles de su acoplamiento; enormes, unas junto a otras unidas perfectamente por sus tres dimensiones.
Recorrimos sus espacios, sus escalones de piedra y subimos a cuanta edificación pudimos, observando sus detalles y sintiendo sutilmente un poder que emana de la solidez de su estructura. En una de esas, ubicadas al frente de la edificación principal, en la parte alta, encontramos una piedra rebanada con precisión y rectitud; me quedé asombrado nuevamente, no podía imaginar el instrumento con el que hicieron esos cortes. Si, tuvieron que utilizar algún tipo de instrumento para hacer semejante corte, pensé. El misterio se instauró en mi pensamiento. ¿Cómo cortaron esta gigantesca piedra como si fuera un pedazo de queso?, me pregunté; luego bajé pensativo; me dirigí al bus para continuar el recorrido.
Seguidamente nos dirigimos hacia Tambomachay, en el camino encontramos vestigios de antiguas construcciones. Más adelante, y como atractivo principal, estaba la “fuente de la vida”, nos dijo el guía. Son dos chorros de agua que caen en un receptáculo, un abrevadero quizás, o mucho más que eso, pensé. La salida y bajada del agua, que se recogen por canaletas esculpidas con precisión, lo acompañan tres grandes muros de piedra que parecen estar hundidas en la montaña. Esta pétrea construcción, en cuya cima se presentan tres ventanas “truncas”, nos sugiere que los antiguos habitantes de estas tierras celebraban la presencia de esa agua cristalina y fresca, destacaron su valor para la vida en una perspectiva de eternidad. Nadie sabe de dónde proviene, pero está ahí, se mantiene fluyendo, viva y silenciosa; nos deja el asombro pero también un contundente mensaje: el agua fue, es y será siempre vida.
El Valle Sagrado
A la mañana siguiente partimos hacia un territorio fértil que está entre verdes montañas, por donde pasa un río abundante, bullicioso que, a su paso, rocía con vida las laderas de los cerros. El Valle Sagrado de los Incas fue construido por esa bondad que dio sustento a gran parte de una civilización y dentro de la cual se encuentra Pisac, el pueblo de los andenes en lo alto de la montaña. Desde abajo, estas construcciones se muestran como escaleras que llevan al cielo, pero cuando llegas a ellas, te encuentras con grandes terraplenes cuyos muros de 3 o 4 metros de alto, contienen tierras de cultivo, casi del mismo ancho, nivelados con precisión y trabajados con gran destreza.
Las alturas de Pisac reflejan alto conocimiento y respeto por los elementos que dan origen a la vida pero también a la muerte. Sus andenes tallados en la ladera perfectamente delineados, son tierras de cultivo, pero también espacios de socialización y recintos de culto. Los muertos también tienen su espacio en esas montañas, están dispuestos en una ladera adjunta como observando lo que sucede.
Es probable que los agricultores sintieran su presencia; pues, con solo alzar la mirada veían la ventanilla de la tumba de su padre, madre, hermano o amigo. Estaban ahí, unidos a ellos en una sola familia, en una única sociedad que enlazaba la vida y la muerte.
Bajamos de los andenes y retomamos nuevamente el camino, íbamos pensando, soñando o imaginando cómo los incas veían como moría la tarde, como caía el sol.
Llegamos a Ollantaytambo, la gente que ya mostraba signos de agotamiento debido al largo viaje y las visitas, revivió otra vez y una algarabía invadió a todos. Salimos raudos a registrarnos para el ingreso y, al dar paso dentro, todos levantaron la mirada para deleitarse con esas prominentes edificaciones. Los andenes que alzan alineados con precisión, rectos. Caminamos a paso ligero, casi corriendo, salimos en busca de un lugar desde donde poder apreciarlos mejor o sencillamente para ir a curiosear observando sus detalles o hundirnos en cavilaciones tratando de descubrir sus misterios.
Ahora estoy nuevamente en Ollantaytambo, esta vez para tomar el tren que nos llevará hacia Aguas Calientes, el pueblo más cercano a la ciudadela incaica: Machu Picchu. Llegamos renovados y, casi corriendo, nos fuimos hacia la estación a esperar con impaciencia la salida del tren.
La mañana estuvo fresca, el sol asomaba tímidamente, la ciudadela nos espera.
Continuará....